Se ve en las calles de la ciudad una oleada humana que cada vez es más grande, ubicada en los sitios más recónditos de las laderas occidentales y orientales, aquellas épicas literarias de los últimos años en Medellín.
Por las interminables calles se sumergen cuatro ruedas, un armazón; el incesante humo tóxico se multiplica, se fusiona con “la guerrilla de los semáforos”, la que mete la piña y las ciruelas rojas por entre las ventanas de los taxis, la que entra al Coonatra e intercambia con el chofer un pasaje de cinco minutos de viaje por una galleta; son ellos los que suben y revelan su pasado, sus intimidades inventadas; los que bajan con menos mercancía y unos pesos de más.
Por las interminables calles se sumergen cuatro ruedas, un armazón; el incesante humo tóxico se multiplica, se fusiona con “la guerrilla de los semáforos”, la que mete la piña y las ciruelas rojas por entre las ventanas de los taxis, la que entra al Coonatra e intercambia con el chofer un pasaje de cinco minutos de viaje por una galleta; son ellos los que suben y revelan su pasado, sus intimidades inventadas; los que bajan con menos mercancía y unos pesos de más.
Intempestivamente, a los pasajeros les cae un paquete de galletas en las piernas, se asustan. Es normal que la gente de la ciudad se asuste por cualquier cosa: pueden arrebatarle el anillo de grados, o echarle mano al reloj de mayor valor sentimental.
El pasajero desciende, mastica sus wafer, y con doscientos pesos menos esperan en la Avenida Oriental. Bajo una tenue llovizna de una mañana nublada, siente cerca la realidad de la ciudad, bien metido en ella, en medio de los carros, espera vía libre en una esquina. Al cruzar, llega al área de 33.000 metros, construida en 1994. Huele un aroma a fresco y a podrido, a ladrón y a hombre trabajador, a una ciudad más acogedora y varias veces reducida al tamaño de la otra; desolada, reprimida y a la vez luchadora en la que se agolpan miedos, rabias, esperanzas de seres humanos que sufrieron, antes y ahora, el rechazo de una sociedad despreocupada.
Su jardín alberga árboles nativos de mango, limón, laurel, almendro, caucho y eucalipto, que invitan a contemplar desde las sillas, los senderos cautivadores que dan el toque romántico y la espalda al busto serio, triste y desconocido de vinilo acrílico sobre lienzo.
La plazoleta no transmite historia, sino el reflejo de una modernidad acosadora, la de creación y arte paulatino, visible en las ventas ambulantes y expresivo en los sentimientos arraigados de los transeúntes que sienten erizar su piel ante el: “Nunca Cambies, T.Q.M., Eres Genial, Te Extraño, Este mundo es una nota… pues estás TÚ!!!!!”.
Transeúntes de estratos ente 0 y 3 pasan despreocupados, otros con afán; desplazados alejados de su tierra sobresalen como si los hubiesen sacado quien sabe de dónde y los hubieran puesto de súbito a vivir aquí en la ciudad. Se toman calles, parques, puentes; despiertan comentarios, noticias, análisis y oraciones; parejas inexpertas que se juran amor eterno, bajo la sombra de un eucalipto que cobija este instante único e irrepetible; otras que planean su supervivencia; paleteros de carritos con campanitas, aguardan a que alguno de los cuatro, cinco o seis mil empleados de aseo y vigilancia de uniforme azul oscuro consideren llegada la hora para comprarse un helado.
Un señor lee la prensa en el ingreso del teatro al aire libre con capacidad para 10.000 personas; en una banca, una señora lee la Biblia, y en otra un poeta abandona un libro en sus piernas, toma un cuaderno, saca un bolígrafo y empieza a escribir, una pareja de ancianos deportistas hacen caminata alrededor de la glorieta; las tórtolas agachan sus picos para recoger las pocas migajas de pan dejadas por alguien; los lustrabotas se inclinan ante la autoridad.
Hay tantos ojos activos que lo miran todo, que hasta a la policía le da temor ir a la gran plaza, porque también la miran. En particular, nadie mira a nada ni a nadie, pero si todos a todo, en general. Las miradas se sienten desde que se entra hasta que se sale. Miradas nacidas del miedo ancestral a la oscuridad. Es con una mirada colectiva a lo extraño, un miedo al atraco, un miedo a los sonidos cercanos de los disparos de revólver y al olor a pólvora que demora en llevarse el viento, un terror a gritos de las víctimas que dibujan en hojas las escenas de memoria.
La galería es el habitat de los “chitos” y “las papitas de limón” que deambulan entre el rango más bajo, dentro de coches de bebe y canastas de mercado. Distanciadas cada 6 metros, contrastan con los 11 establecimientos de mostradores de cristal, mesas y sillas que garantizan la comodidad de los consumidores.
El paraíso urbano de fantasías acoge y agudiza los sentidos, los envuelve y los transforma en una gama de sonidos: carros, radios resintonizados, tacones, susurros de conversaciones, obturaciones fotográficas de los turistas y gotas que golpean fuertemente el asfalto. Tal vez las únicas que rebosan la fuente carente de agua y llena de basura.
El lugar aledaño al metro, “calidad de vida” es el vértice de un vecindario en el que viven “Muebles, Telas, Espumas, Plásticos, Botero, Alianza Francesa, Hotel y Éxito”, todos bajo un mismo propietario: “EL PARQUE SAN ANTONIO”.
El pasajero desciende, mastica sus wafer, y con doscientos pesos menos esperan en la Avenida Oriental. Bajo una tenue llovizna de una mañana nublada, siente cerca la realidad de la ciudad, bien metido en ella, en medio de los carros, espera vía libre en una esquina. Al cruzar, llega al área de 33.000 metros, construida en 1994. Huele un aroma a fresco y a podrido, a ladrón y a hombre trabajador, a una ciudad más acogedora y varias veces reducida al tamaño de la otra; desolada, reprimida y a la vez luchadora en la que se agolpan miedos, rabias, esperanzas de seres humanos que sufrieron, antes y ahora, el rechazo de una sociedad despreocupada.
Su jardín alberga árboles nativos de mango, limón, laurel, almendro, caucho y eucalipto, que invitan a contemplar desde las sillas, los senderos cautivadores que dan el toque romántico y la espalda al busto serio, triste y desconocido de vinilo acrílico sobre lienzo.
La plazoleta no transmite historia, sino el reflejo de una modernidad acosadora, la de creación y arte paulatino, visible en las ventas ambulantes y expresivo en los sentimientos arraigados de los transeúntes que sienten erizar su piel ante el: “Nunca Cambies, T.Q.M., Eres Genial, Te Extraño, Este mundo es una nota… pues estás TÚ!!!!!”.
Transeúntes de estratos ente 0 y 3 pasan despreocupados, otros con afán; desplazados alejados de su tierra sobresalen como si los hubiesen sacado quien sabe de dónde y los hubieran puesto de súbito a vivir aquí en la ciudad. Se toman calles, parques, puentes; despiertan comentarios, noticias, análisis y oraciones; parejas inexpertas que se juran amor eterno, bajo la sombra de un eucalipto que cobija este instante único e irrepetible; otras que planean su supervivencia; paleteros de carritos con campanitas, aguardan a que alguno de los cuatro, cinco o seis mil empleados de aseo y vigilancia de uniforme azul oscuro consideren llegada la hora para comprarse un helado.
Un señor lee la prensa en el ingreso del teatro al aire libre con capacidad para 10.000 personas; en una banca, una señora lee la Biblia, y en otra un poeta abandona un libro en sus piernas, toma un cuaderno, saca un bolígrafo y empieza a escribir, una pareja de ancianos deportistas hacen caminata alrededor de la glorieta; las tórtolas agachan sus picos para recoger las pocas migajas de pan dejadas por alguien; los lustrabotas se inclinan ante la autoridad.
Hay tantos ojos activos que lo miran todo, que hasta a la policía le da temor ir a la gran plaza, porque también la miran. En particular, nadie mira a nada ni a nadie, pero si todos a todo, en general. Las miradas se sienten desde que se entra hasta que se sale. Miradas nacidas del miedo ancestral a la oscuridad. Es con una mirada colectiva a lo extraño, un miedo al atraco, un miedo a los sonidos cercanos de los disparos de revólver y al olor a pólvora que demora en llevarse el viento, un terror a gritos de las víctimas que dibujan en hojas las escenas de memoria.
La galería es el habitat de los “chitos” y “las papitas de limón” que deambulan entre el rango más bajo, dentro de coches de bebe y canastas de mercado. Distanciadas cada 6 metros, contrastan con los 11 establecimientos de mostradores de cristal, mesas y sillas que garantizan la comodidad de los consumidores.
El paraíso urbano de fantasías acoge y agudiza los sentidos, los envuelve y los transforma en una gama de sonidos: carros, radios resintonizados, tacones, susurros de conversaciones, obturaciones fotográficas de los turistas y gotas que golpean fuertemente el asfalto. Tal vez las únicas que rebosan la fuente carente de agua y llena de basura.
El lugar aledaño al metro, “calidad de vida” es el vértice de un vecindario en el que viven “Muebles, Telas, Espumas, Plásticos, Botero, Alianza Francesa, Hotel y Éxito”, todos bajo un mismo propietario: “EL PARQUE SAN ANTONIO”.
Por:
Carlos Mario Baena y
Natalia López Montoya
Carlos Mario Baena y
Natalia López Montoya
Septiembre de 2003
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